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jueves, 28 de noviembre de 2013

Instituto Cardenal Cisneros

Ingreso en el Instituto R. de Maeztu  
Antes de pasar al Cardenal Cisneros, hice el exámen de ingreso en el Ramiro de Maeztu, en septiembre de 1947. El Jefe de Estudios, Sr. Magariños, nos dictó un trozo del Quijote,  y al día siguiente  tuvimos el exámen oral: “Dime los cuatro evangelistas; ¿qué es una patata?; ¿qué contiene esta botella? (era pesadísima: mercurio, y yo ni idea); cuéntame algo de la historia de España... “ ¡Aprobado; este chico es un fenómeno!

Las instalaciones del Ramiro eran espléndidas, si bien las aulas propiamente dichas, pequeñas y habilitadas con un mobiliario moderno y vulgar, no podían competir con las aulas del Cardenal Cisneros, grandiosas y de sabor tan antiguo. Por otro lado, el Maeztu tenía una magnífica sala de cine en la que un gran número de gruesos clavos de metal dorado adornaban la pared, dándole visos de lujo y riqueza.
La piscina, con los trampolines; el aparcadero de bicicletas, cada una colgada al lado de las otras como si tal cosa, niqueladas y de la marca Orbea... Cuando por primera vez vi aquel emporio recuerdo que me quedé con la boca abierta.  

Por último, el enorme campo de deportes, en el que en agosto de 1946 el instituto, en ofrenda de acatamiento y pleitesía a su querido Caudillo, le dedicó una tabla de gimnasia y las siglas del “Victor” sobre la hierba, en camiseta y calzoncillos.

Y yo, que a la sazón era tambor en la banda del Hogar Alto de los Leones y nos habían llevado allí a dar la murga, recibí en la tribuna con bombo y platillo al señor ese, de presencia más bien vulgar y afeminada, que en una tarde de 1939,  en la hora amable del café, entre sorbo y sorbete y con un simple trazo de su famosa estilográfica  me dejó huérfano para toda la eternidad.

Esta era mi clase en el hogar A. de los Leones en 1940. Para la foto les han puesto algo de material pedadógico delante que en realidad no teníamos, aparte de la “Cartilla primera”. El único  material de trabajo era la pizarra y el pizarrín. Foto: Agencia EFE.

Los alumnos del Maeztu eran niños finos que tenían pluma estilográfica en el bolsillo y cartera de cuero a la espalda. Además olían a jabón de Heno de Pravia y a bocata de jamón serrano. Eran niños que irradiaban la alegria y felicidad del que se mueve en un mundo cómodo y cálido, sin dolor, rodeados de cosas bellas y bien alimentados, en el que además abundaban los libros y las bicicletas. Y como nada les faltaba, hasta tenían un papá que les llevaba en auto, como el Hassán II, que llegaba al Ramiro todas las mañanas en su cochazo negro.

Además en verano se íban durante tres meses a la Concha o a Laredo, y una vez empezado el curso, los fines de semana, se citaban en el Cine Colón. Sus mamás eran bellas, limpias, elegantemente vestidas y olían a Chanel 5.
A la vista de tanta gloria, ganas le daban a uno de ser un niño del Ramiro de Maeztu, pero no de los que planchaban los pantalones del domingo metiéndolos debajo del colchón --que tambíen los había--, sino de aquellos otros que, en el dia de mi ingreso, con tal gracia y tan seguros de sí mismos saltaban del trampolín de la piscina o jugaban al baloncesto en la cancha del instituto, al tanto que un grupo de admiradoras, de "niñas bien", vestidas al desgaire con finas galas, desde la banda les animaban con sus grititos comedidos: “¡Oh, Javier, qué intrépido eres!”

Ahí te dejo, Ramiro de Maeztu, con tu caudillo protector montado en el penco correspondiente a la entrada del instituto, que yo ahora me marcho a barrios más castizos.

El Instituto Cardenal Cisneros
Por ahorrar pasta o quizá por evitar la promiscuidad ideológica, el caso es que nos trasladaron la matrícula al Cardenal Cisneros, con los proletarios.

A la salida del metro de Noviciado, pegado a la Universidad Central, se encontraba el instituto, en la calle de los Reyes, “La Calle sin Sol”, como la habíamos bautizado.
El inmueble, seguramente edificado varios siglos antes, era un vetusto y venerable caserón, cuyos muros de granito -más propios de una fortaleza que de un centro docente-- conservaban la salmodia del diario declinar en latín y el eco de las voces infantiles de los pipiolos.
Durante muchos años había sido seminario, de lo que daba testimonio la espléndida escalera de marmol con la vidriera redonda, polícroma, en lo alto de la misma. También pertenecía al instituto un patio de recreo y deportes, abandonado y sin utilidad ninguna, que sólo pisamos una vez para ser fotografiados en grupo al comienzo del primer curso.


Primer curso (ahí faltan bastantes), septiembre de 1947, en el patio de deportes (fuera de uso) del Instituto Cardenal Cisneros. El autor de esta historieta -–Ernesto Fernández-- está sentado en el extremo derecho del banco, sin abrigo, desnutrido y serio. Todavía recuerdo el nombre de más de una docena. Ahí veo a uno que luego fue ingeniero de caminos, otro joyero; el de más allá, camarero, y hasta hay un tocólogo, ¡qué tío! 
Yo por mi parte acabé de “tramp” por tierras germanas. Foto: Ernesto Fernández.

Entrar en un aula del Cisneros era como volver a pisar el siglo XIX. La de Ciencias, por ejemplo, tenía sobre el alto dintel de la puerta un letrero de esmalte, estrecho y alargado, que decía: “Aula n° XIII”, así, en números romanos. Sus ventanales, también muy altos, daban a un patio sin vida, no nos fuera a distraer. Cada banco mostraba en el respaldo cuatro placas ovaladas de esmalte blanco con el número de cada uno -–cien en total--, tantos como éramos en primero y que era la capacidad de las aulas--, lo que permitía al profesor comprobar de un vistazo si faltaba alguno.

El suelo de gastadas tablas de madera, escalonado y ascendiente, multiplicaba el ruido de los temblorosos pasos del alumno solicitado a la pizarra o a la tarima.
El singular brillo de los bancos, producto del roce de cientos de traseros envueltos en honrada pana, estaba en contraste con las feas muescas que mostraban los pupitres, obra sin arte salida de la navaja de algún alumno aburrido en tarde de invierno; y en la pared del fondo se encontraba el reloj --grande, exagonal y con cifras romanas-- que tantas veces atrajo nuestra mirada anhelante, poco antes de que sonara el timbre, estridente y jubiloso, dando la hora en el pasillo.


--Por Dios, Sinforosa, no vuelvas la cabeza, que por ahí viene Roque con su burro nuevo y se lo va a creer.
--Pues qué pelma es, hija; no deja de darme la lata desde hace 80 años.

Pueblos de España en mis años de instituto. Así se hacen las cosas, repartiendo con equidad, como dijo  Franco: “ A cada uno lo suyo, su puerta, su ventana y su chimenea, sin olvidar desde luego el saco de la entrada, por si las moscas...” . Foto: Centro de Turismo (1964).

A la entrada de la clase de Ciencias, en lo alto de la pared --el aula tenía unos cinco metros de altura--, estaban fijas unas láminas que rezaban: "Periodisches System der Elemente von Mendelejew"; y otra más:”Poliedros regulares: tetraedro, dodecaedro, etc.”, y al no saber de qué iba y no tener a quién preguntar, esas láminas me parecian enigmáticas e inquietantes.

Sin embargo, lo que más llamaba la atención nada más entrar en el aula era el estrado, con la tarima de madera, amplia y elevada, a la que se subía por dos escaleritas laterales. En el centro de la misma se encontraba la mesa del profesor, larguísima y con tres sillones de recio cuero, a la usanza de los tiempos de Felipe II.

Circundaba la tarima una barandilla de hierro forjado, tan alta como la mesa, y detrás de la mesa, insertas en la pared, estaban las vitrinas, llenas de instrumentos polvorientos del año en que se descubrió la electricidad: Bobinas eléctricas, gordas como porras, voltímetros de a kilo y balanzas exactas de poco fiar. Todo aquello era muy antiguo y más viejo que la tos.

No obstante, algo mágico tenía ese ambiente vetusto y venerable, que además de informar el espíritu del alumno, le iba transmitiendo, año tras año, la solera intelectual y el indispensable amor al estudio.

Los catedráticos del Cardenal Cisneros - Vivat academia, vivant professores!
Los catedráticos del instituto Cisneros se caracterizaban por dos cosas: por su enorme saber y porque eran muy viejos. Y yo, hoy que he alcanzado su edad, ¡cuánto cariño siento por ellos! Esos hombres, tan sabios y a menudo por las nubes, con apodos crueles y excentricidades grotescas, eran los últimos representantes de una especie condenada a desaparecer.
Su más egregio representante era el de latín, Vicente García de Diego, que aunque Bibliotecario Perpetuo de la Real Academia Española, para nosotros, indoctos pipiolos, no dejaba de ser "Mito". Frase típica suya: "¡Es Vd. un burro. Nos pasamos el día hablando latín, así: de ager,agri: el agricultor; de campus,campi: el campo. Siéntese, un cero!"

Don Ernesto Giménez Caballero, mi profesor de literatura en el instituto Cisneros. A su lado, Gloria, la mujer de Dionisio Ridruejo. 
Acostumbraba a venir cada día al instituto con esa cartera en la mano, que era la expresión visual de un rito invariable y tranquilizante. Nunca nos recomendó un libro como lectura; seguramente porque se pensaba con razón que no teníamos un duro para tales gollerías. Así que nos conformábamos con recitar El Mío Cid, la Égloga Carnaval y la Cantiga de Serrana, que tanto me gustaba. Foto del libro: "Casi unas memorias", de D.Ridruejo.

El profe de literatura era el archiconocido Ernesto Giménez Caballero, que era exaltado, entusiasta y fantaseador, aunque también realista, ya que poseía una de las imprentas más importantes de Madrid. Hizo mucho por la literatura moderna (fundador de La Gaceta Literaria), por el documental de cine y por la obra pedagógica. Infaustamente, también fue el artífice de cosas tan estrambóticas como ese galimatías de "Por el Imperio hacia Dios", tan usado en Falange, y similares.

El que identificara la estilográfica de Franco con el falo del mismo también pasó a la historia.

No obstante, era un profesor bondadoso que jamás suspendió a nadie. Su manera de organizar la clase en plan de torneo medieval se hizo legendaria. Desgraciadamente, muy pocos --quizá ninguno-- llegó a calar en la enorme oportunidad que tuvimos de estudiar a fondo toda la literatura española y europea con su libro de texto, tan erudito.

Franco, con ese alma tan roma que tenía, no podía entender a los poetas y soñadores como Dionisio Ridruejo y Giménez Caballero (aunque ambos hayan sido en su tiempo dos “fachas” de órdago); así que envió al primero al destierro, y al segundo, de embajador a la embajada más lejana que tenía, al Perú.

Certificado académico  de un amigo mío (que gestionó años después),  excelente en dibujo --más tarde se hizo deliniante-- . Obsérvense las llamadas “Tres Marías”: religión, dibujo y gimnasia; qué fáciles ellas, qué gozo. Foto: Ernesto Fernández.

El catedrático de francés en primero era el Padre Peinado, un anciano de manos temblorosas. Su clase era por las tardes, y cuando el rumor de voces subía más de la cuenta, levantaba el brazo y agitando en el aire la lista enrollada en la mano gritaba algo que nosotros entendíamos como "con la lista" , o sea, al que hable alto le daré con la lista. Mucho después entendímos lo que quería decir, "con la vista", no en voz alta. Anécdota pija, pero divertida para mí.

 A partir de segundo tuvimos en francés a Manuel del Palacio Chevalier, más conocido por "Cubillo", excelente en ambos idiomas. Alto, seco, de mejillas chupadas y muy tieso, marchaba por los pasillos cual dolorida caricatura, atrayéndose la mofa despiadada de la manada estudiantil.

Veamos ahora a través de una escena real durante la clase de francés la candidez del profe en diálogo con un alumno del Hogar Ciudad Universitaria, que era donde estaba yo:
--El alumno Carrascal Redondo: "Sr. profesor, me he caído y me he hecho mal en un pie”.
--Profesor: "Palabra de falangista, más o menos caballero, es siempre palabra de falangista. El Sr. Redondo ha sufrido un accidente; llévenlo entre dos a la casa de socorro y si no pueden, llévenlo a pulso" Y conteniendo a duras penas la risa, estos pícaros se escaparon a tomar el sol.

Claro que en abono del profe hay que decir que tanto él como la mayor parte de los catedráticos del instituto habían escrito los libros de texto que usábamos.

Diciembre, 1941. Mi hermano mayor y yo en los porches del Hogar Alto de los Leones. La visita hace tiempo que la olvidé, pero quien quiera que fuera quien nos hizo la foto a mí me sacó -- a pesar de los pesares--optimista y emprendedor, casi entusiasta. ¡Bravo, chaval!. Foto: Ernesto Fernández.

Los otros catedráticos eran: Fiteras, de matemáticas, el de los "castillos" cuando explicaba los quebrados (yo veía por primera vez en mi vida un quebrado).
Don Agustín, de ciencias; seguramente era el único catedrático en toda España que aparecía en clase con el birrete y la borla de color. Cada vez que mencionaba a un científico extranjero --generalmente era un alemán--, corría a la pizarra a escribir el nombre, del todo ininteligible para nosotros.
Le siguió Espona, un profe "bueno", de los que no suspenden.
Tolsada, de literatura, quien calificaba de manera tan hiperbólica que lo mismo te endiñaba 5 ceros que un 10 al cubo de una vez.
El de dibujo, "Moquillo": "Hay que sacar la punta exagerada, de dos ctms.”
Doña Juliana, de geografia, que me puso un cero por no saber las partes de la Historia.
Y aquel sadista, el de geografía, gordinflón y untoso, que con una mueca sardónica nos decía: "Haceis ruido poque teneis hambre; sí, ya veo que no habeis comido", y flores parecidas.
 El de matemáticas, con una hija pipuda con la que hacíamos las prácticas de química. Cada vez que sonaba el timbre de salida gritaba él: "¡Ahora más silencio que nunca!", y golpeaba la mesa con la mano, sapicándole la tinta.
"Centella" y "El Niño", también de matemáticas; este último, con una luenga barba blanca.

Escena callejera en verano de 1949. 
“El aguador” sirviendo por el precio de 10 cts. un vaso de agua fresca al cliente. Para inclinar el barrilete se valia de un dispositivo muy simple: tiraba del cordel que le pasaba por el hombro. 
Los chicos van en alpargatas y uno de ellos lleva el pantalón bombacho caido –como cuando jugábamos al futbol--, y por la actitud relajada y el gesto algo aburrido se adivina que están de vacaciones. 
A la derecha se ve a un barrendero barriendo la calle, sin temor a ser atropellado por uno de los pocos autos que circulaban. Foto: Centro de Turismo (1964).

El de griego, "Neanias" (el joven, en grigo), pues sólo tenía unos cuarenta y tantos años; en comparación con los otros catedráticos, un pibe. ¡Ay, Neanias!, instrumento del Destino. Su chivatazo de que faltaba a clase provocó mi expulsión fulminante, a punto de terminar el quinto curso (en los cuatro cursos anteriores no me habían suspendido ni una sola vez; nota media: notable). Cuando se enteró de las consecuencias, se quedó consternado, convencido como estoy de que en realidad sólo quería ayudarme. (La causa de mi “malheur” era que había llegado la pubertad con sus problemas, y yo, ni zorra idea de qué era aquello).

Miss Orfelia, de inglés; una inglesa preciosa con un coche topolino. En navidades llevaba una gramola de manivela y villancicos ingleses.
Alexandre, el de fisica y química; me echó de clase por reirme cuando explicaba la electricidad estática y había dibujado unas bolitas que pendían de un cilindro que a mí me recordaba a un pene. ¿Por qué no consideraría que yo estaba en plena pubertad?

Y por último, el de filosofía, Sr. Alegre, con quien impulsado por una extraña corazonada me lancé a hacer el test de montar un manubrio con dos émbolos, y dado el tiempo que empleé me dijo: "Vd. no valdría para mecánico." Si me llega a ver algo mas tarde en Alemania montando motores como una fiera...
                                                                       
Los Alumnos del Cisneros 
Casi todos los alumnos del Cisneros eran hijos de trabajadores o de sencillos empleados, por eso no es de extrañar que allí ninguno fuera nunca en coche, ni siquiera en bicicleta  (¿dónde la hubiera aparcado?), y solamente dos hermanos --muy espigados los dos-- llevaban cartera de cuero a la espalda; los demás, carpetas de cartón.

De todos modos, los hubo con suerte: Pereda, por ejemplo, que tenía como vecino de banco a Pato, chico fino y por lo visto acomodado, quien todos los días le daba el bocadillo que traía de casa.
 Algunos pasaban lista, y todavia resuena en mis oidos la cantinela diaria de "...Falla Ramos, Fernández Agudo, Fernández Fernández...”

Parroquia de San Juan Bautista, boda de mi maestra de “Alto de los Leones”, Berta (Señor, qué cúmulo de ignorancia), y Don Aurelio. Yo acabo de ingresar en el HCU (Hogar Ciudad Universitaria) y ya voy al instituto. Soy el chico de la derecha, de doce años y medio, con pantalones cortos, rostro inteligente, pecho raquítico y sonrisa“ à la Gioconda” . (Con el zoom la foto se ve mucho mejor). 

En las manos tengo el último tebeo de Roberto Alcázar y Pedrín; además voy pertrechado con un escapulario de la Virgen del Carmen y una medalla de la Virgen del Pilar para que me ayudaran a no pecar contra el sexto mandamiento –otro no había--, que aun cuando lo teníamos continuamente en la cabeza paradójicamente nunca lo nombrábamos por su nombre –no fornicar--, y si lo hacíamos parecía que decías una palabrota. 

A mi lado se encuentra Maruja, la directora del Hogar Alto de los Leones, una de esas“jamonas” a la antigua usanza, de presencia burguesa, barroca y con muchos refajos de seda negra, aromando a incienso de Misa Mayor y a cama sin hacer. A menudo --sin darse cuenta, por supuesto-- se sentaba delante de mí en posición harto descocada (hoy día que tanto se ha envilecido la lengua se diría “esparrancá”), y yo, olvidando mi pureza y buenos propósitos, me quedaba absorto... con la mirada perdida entre sus ligas. 

En la última fila, a la derecha, vemos una pantera escapada de algún parque zoológico de lujo, que estuvo en el Hogar de Leones durante tres meses haciendo el Servicio Social. Aunque hacían el mismo trabajo que el resto de las guardadoras,  estas chicas del Servicio Social destacaban tanto físicamente como en todo lo demás. Hasta las había que eran nobles, como la Sta. Charito, por ejemplo, que era marquesa. A mí, sin embargo, esta pantera de que hablo, sin ser marquesa, me gustaba más... por guapa. Agosto, 1947. Foto: Ernesto Fernández.

En el verano del año 1946, Talayero, Inspector Nacional de Enseñanza Primaria, se presentó en A. de los Leones, y en presencia de la directora (Maruja Hidalgo) y de mi maestra (Berta) me hizo el siguiente exámen: Me preguntó la tabla de multiplicar y a continuación que cuántos lados tenía un pentágono. Yo que en mi vida había oído esa palabra, después de vacilar un momente le dije que ocho, por decir un número. Peor hubiera sido que le hubiese dicho veinte. Así que este buen señor, tan incompetente como el resto, dándome un cachecito paternal en el rostro me dijo que todavía era muy joven para ingresar, eso que ya tenía 11 años.

Mi maestra ni se sonrojó ante mi fracaso --que era el suyo-- quizá para que nadie notara que ella tampoco sabía la contestación correcta, pues carecía del título.

Al año siguiente, no sé si Talayero se había muerto, si le habían destituido o quizás me había olvidado, el caso es que sin su mediación aprobé el exámen de ingreso en el Ramiro de Maeztu, aun cuando continuaba sin saber lo del pentágono. ¡Pero qué pésimamente nos prepararon aquellas maestras  que de tales no tenían más que la denominación!

Grupo de niños “superdotados” -- según la prensa franquista--, que han ganado el Concurso Nacional de Catecismo en 1946, al haberse aprendido el catecismo Ripalda de memoria. ¡Pero qué monstruosidad, tío! Ello les daba derecho a estudiar en el "Hogar Ciudad Universitaria".

El primero de la derecha es V. Niño, con aire de “a ver, ¡otro saco más!”. A su lado se encuentra Serrano, muy obediente y muy formal, que eso también ayuda mucho en la vida a falta de otros recursos. En el centro, Urbano, el más listo y alegre del grupo. Luego viene Canales, intentando introducir la moda “pardales” en Madrid, sin conseguirlo. A su lado, un chaval desconocido que ya sueña con un puesto en un consejo de administración y se ha puesto una corbata. Las chicas al fondo --¡condenación, yo las recordaba más guapas!-- también se han aprendido el catecismo de memoria, lo que garantizaba su habilidad para poner inyecciones en el popó como enfermeras o para enseñar como maestras el abecedario a los niños.

En Alto de los Leones, lugar donde reinaba la incultura aderezada con Flores a Maria, me pusieron a estudiar porque era "el que más sabía", es decir, el famoso tuerto en el país de los ciegos, por lo que para chincharme me llamaban ”maestro" y yo --tonto de mí-- en lugar de sentirme halagado, me cabreaba.
Pero no hay que engañarse, que todo mi acervo cultural acumulado en siete largos años de clase por la mañana y por la tarde, incluso los sábados, se reducía a saber las cuatro reglas y a leer y escribir, con muchas faltas de ortografía, pues jamás hicimos un dictado, todo aprendido de una manera burda y de memorieta.

Las libros que tuve fueron escasísimos --¡con la sed que tenía de lecturas!--, solamente algunos,  que además rezumaban ejemplaridad pedagógica, como "Así son nuestros Niños" , los de derechas, claro, no los otros, golfillos con sangre roja en las venas.

Además, muchos tebeos. Y por último, los libros con los que más disfruté: "Las Aventuras de Sandokan", ",Aventuras de Guillermo" y "Los Apuros de Guillermo", libros que me prestaron los  alemanes que había allí. (Me sorprendió muchísimo enterarme de que el autor Richmal Crompton era una mujer. La serie de “Guillermo”, escrita por ella, es fenómena).

Para terminar el tema diré que en mi clase del “hogar” la gramática,  la geometría, los quebrados, etc., todo era tabú, tierra ignota. Por eso cuando entré por primera vez en el aula de latín -–llegaba con retraso por culpa del ómnibus que nos llevaba al instituto--, el profe estaba dictando “nominativo, genitivo...” con lo que me quedé helado: Aquello me sonaba a chino.  La Historia Sagrada sin embargo nos la sabíamos de memoria.
Y aquí termina este artículo, escrito para recrearme en el recuerdo y en honor de todos aquellos que tuvieron la suerte de pasar por el Instituto Cardenal Cisneros.
-.-.-          
Ernesto Fernández Agudo
Alemania, 2013

 Otros artículos del autor:
- Hogar Ciudad universitaria – Auxilio Social
- Historias matritenses: Un emigrante en Alemania
- Historias matritenses: La Ciudad Lineal en el recuerdo
- Historias matritenses: Hogar Alto de los Leones 
- Historias matritenses: El último viaje de un tranvía. – Ciudad Lineal
- Historias matritenses: El velódromo y Campo del Plus Ultra – Ciudad Lineal
- Historias matritenses: Las tres beldades del Auxilio Social y el cabaret

viernes, 11 de octubre de 2013

Colegio San Juan Bosco

Historia del Colegio:
El Colegio San Juan Bosco surge como iniciativa de D. Miguel Junquera Sánchez y tuvo dos ubicaciones. Comenzó a impartir su formación en 1959, en forma de los colegios-academia habituales en aquellos años en dos pisos en la calle Joaquín García Morato, 161 y 163, esquina a la calle Maudes (hoy Santa Engracia 169 y 171). El colegio-academia estaba reconocido por el Ministerio sólo hasta 4º, y para el resto de los cursos y las reválidas de 4º y 6º había que examinarse en el Instituto Cardenal Cisneros.

Una vez cerrado dicho colegio, se abrió otro, ocupando la mitad de uno de los hotelitos de la desaparecida Colonia Maudes en la calle Doctor Bobillo, 8 esquina con la calle Ponzano.

Durante toda su historia, se hace visible el enorme esfuerzo de su profesorado por estar a la vanguardia en su formación y dar la más completa educación a su alumnado.

El colegio era muy reducido en espacio para el alumnado que tenía. Disponía de un pequeño patio de juego, donde difícilmente podía tener cabida todos los alumnos inscritos, utilizándose las calles adyacentes como improvisado recreo, ya que aquel patio no daba más de sí.

La inestabilidad política (años de la Transición) unida a las dificultades económicas generadas por la crisis del petróleo, produjeron que el colegio entrase en un periodo en el que no podía hacer frente a los créditos contraídos. Posteriormente cerró en 1975 cuando comenzó la reordenación de la zona ocupada por la Colonia Maudes en el barrio Ríos Rosas del distrito de Chamberí.

En 1975 se produjo una fusión de los colegios San Juan Bosco, Mirasierra (dirigido por Pilar González Serrano) y Cisneros (dirigido por Navor Vázquez) que culminó en el nuevo colegio El Molino que abrió en el curso 1975-76. De ahí surgió en 1983 el Colegio Logos, ubicado en la urbanización El Molino de la Hoz, en la carretera de las Rozas.

Localización del Colegio San Juan Bosco en la Colonia Maudes



D. Miguel Junquera (director del colegio San Juan Bosco) con el entonces príncipe D.Juan Carlos


Boletín de notas y reglamento del centro

Distribución del colegio
Planta Sótano                           

Planta a nivel de la calle

Primera Planta                 
                            
Segunda Planta

Orla del Colegio San Juan Bosco, curso 1963-64

Fiesta de fin de curso 6º de bachiller en el restaurante La Tropical (Junio 1974)

Profesorado
Entre algunos de los profesores se encontraban los siguientes:
D. Miguel Junquera. Director del Colegio.
D. José. Profesor que impartía todas las asignaturas del curso de ingreso a Bachillerato. Además se encargaba de mantener la disciplina.
D. Rafael (ciencias naturales), impartía asignaturas de letras en primero y segundo de bachiller.
Srta. Mari Carmen (luego mujer de D. Rafael y sobrina del Director). Impartía asignaturas de letras durante todo el Bachillerato.
Srta. Mari Feli. Impartía asignaturas de Letras durante todo el Bachillerato, sobre todo Historia del Arte.
D. Francisco (literatura)
D. Juan (física y química)
D. Ángel (matemáticas)

Entrega de premios en el Parque Móvil del Ministerio  (fiesta de fin de curso 1969) Director y Grupo de profesores.


Salida del colegio San Juan Bosco. Calle Dr. Bobillo, 8. Día de la 1ª Comunión año 1969

Las Comuniones se celebraban en la Iglesia de Ntra. Sra. de los Angeles (c/ Bravo Murillo nº 93).

De profesores se puede ver delante a Don Antonio y más atrás a Don Miguel, el director en la esquina de la calle Maudes con J. Gª Morato (actual Santa Engracia)

Recuerdos de un alumno: su primer día de clase
Una mañana de 1966.

Salía de casa con el tiempo justo, eran las 9 menos cuarto, pero no importaba, el colegio estaba en el barrio, cerca de casa, no era necesario que nadie me acompañara aunque sólo tenía 9 años. 1966. Los niños no eran recogidos por autobuses escolares ni los padres les llevaban como a príncipes hasta la puerta con el coche. Quizá tampoco había coche, un artículo de lujo. Lucía el sol de otoño en Madrid. Salía del número 5 en la calle Alenza. Pasaba por delante del ambulatorio de la esquina. Una vez dejaba atrás María de Guzmán, dejando a la izquierda el economato militar, cambiaba a la acera de la Continental. Pasaba por delante del estanco, del bar. Alcanzaba la enorme puerta de las cocheras, atento a la entrada o salida de alguno de aquellos grandes autocares amarillos con el techo negro. Junto a ella, un minúsculo “puesto de pipas” que atendía una mujeruca con pañuelo a la cabeza y faltriquera. A veces me paraba a comprar allí por unas cuantas monedas de 10 céntimos jalea real, regaliz o pastillas de leche de burra. Pero aquella mañana no, había que llegar al colegio antes de que llamaran a formar.

Llegando a la esquina con la calle Maudes me sobrecogía la silueta oscura y siniestra del Hospital. Era como la silueta de un barco que emergía de una pesadilla. En la esquina opuesta, haciendo chaflán, una puerta de metal repujado daba entrada a un edificio pequeño, cuyas ventanas no permitían ver el interior. Era el  “estudio de un escultor”, me dijo una vez mi madre. Este dato aportaba un nuevo misterio: aquella pesada puerta de metal, siempre cerrada, ocultaba un mundo donde vivía un ser extraño, un artista, por lo tanto, un vago, también según decía mi madre.

Había que acelerar el paso y la pesada cartera que colgaba de mi mano, no facilitaba las cosas. Una cartera de plástico que quería parecer cuero. Dentro: cuadernos rayados, escuadra, regla, cartabón, sacapuntas, goma de borrar Milán, una gruesa Enciclopedia Álvarez, un trozo de pan y una onza de chocolate envueltos en una servilleta. El interior de esa cartera olía a lápiz y a papel con tinta de imprenta.

Hacia la mitad del tramo entre Alenza y Ponzano, doblaba la esquina de una pequeña calle sin nombre. A cada lado, uno de aquellos sombríos “hotelillos” de un desvaído color tierra, fachadas heridas, jardines en un largo estado de abandono. Misterio.

Otros niños estaban llegando. Había que darse prisa. La callecita daba paso a otra perpendicular llamada Doctor Bobillo. Pero…ya estaba sonando el timbre, teníamos que entrar en el colegio y bajar al patio a formar. Mi colegio, aquel colegio de San Juan Bosco, cabía entero, con profesores, pupitres y alumnos en la mitad de uno de aquellos hotelitos, de aquellas casas unifamiliares, me pregunto cómo era posible.

Formábamos en fila de a uno. A la izquierda, los mayores. Había que permanecer en silencio, mantener la fila recta, mirar con la cabeza erguida a la parte superior de la escalera, donde estaba el Director, Don Miguel Junquera, y, a veces, cantar un himno que ya no recuerdo. Todos sabíamos que si no manteníamos el orden necesario, permaneceríamos allí aunque hiciera frío; la única excepción absolutoria era la lluvia: si llovía no se formaba.

Entonces sonaba de nuevo el timbre y en orden, en riguroso orden, se subía aquella angosta escalera de cemento y se pasaba al interior del edificio. Aquel año de 1966, el primero que pasaba en el colegio, el aula de los alumnos del curso de Ingreso a Bachillerato estaba en la primera planta de lo que en alguna época había sido sólo una vivienda familiar. Subíamos en silencio por una estrecha escalera de madera, ligeramente semicircular. Los peldaños crujían o, mejor dicho, se lamentaban. La escalera continuaba hacia una segunda planta. Nunca subí a ella. No sé si allí había otros cuartos, aulas, o si había una terraza. Nosotros nos quedábamos en la primera  aula a la derecha. Tenía forma rectangular. A mano izquierda había un balcón cuya parte superior era un semicírculo. Desde esta ventana se veía la calle Doctor Bobillo y el chalet del otro lado. Éste aún tenía habitantes durante aquel curso. Luego fue abandonado.

Dejábamos los abrigos colgados de unas perchas de metal en la pared opuesta a la pizarra. Esperábamos que llegara el profesor. Casi todos los niños alborotaban un poco, hablaban, buscaban o pedían algo, pero al oír las pisadas sobre los quejumbrosos escalones se producía un silencio inmediato. Era Don José. Cuando el profesor entraba, los niños nos levantábamos y le dábamos los buenos días. A continuación dos hechos denunciaban que la jornada escolar había comenzado y ya no había escapatoria: Don José cerraba la puerta y encendía los fluorescentes: un doble parpadeo era el preludio de largo zumbido que duró toda aquella inacabable mañana de 1966…

El gimnasio que utilizaba el colegio estaba en la calle Alonso Cano, 99.

Tuna del colegio San Juan Bosco en 1969 (fiesta de fin de curso)

Director y Grupo de profesores en el Parque Móvil del Ministerio
-.-.-

Autor: Ángel Caldito

Mi más sincero agradecimiento a D. Francisco Junquera, por la información y documentación gráfica aportada para el artículo.
Mi agradecimiento también, a todos los informantes, por su colaboración en la realización de este trabajo.
Web del Colegio Logos: http://www.colegiologos.es/

En este blog participan: José Manuel Seseña y Ricardo Márquez.

lunes, 8 de octubre de 2012

Institución Franco-Española del Inmaculado Corazón de María - Un colegio de la Ciudad Lineal



En el número 34 de la calle Arturo Soria (antes número 477), a la altura de la Parada 2 de la Ciudad Lineal, en el cruce de las calles de José del Hierro y de López de Aranda, manzana 98, se construyó sobre 3 lotes de terreno (unos 1.200 metros cuadrados), una casa de 2 pisos de tipo burgués a principios del año 1905, ampliada en los dos años posteriores con una casa para guarda y dependencias.

Plano parcelario. Ayuntamiento de Madrid. Año 1956.

En Septiembre de 1908 se inauguró la placita de toros de la Ciudad Lineal, al otro lado de la calle López de Aranda, convirtiéndose así la Parada 2 en uno de los sitios más concurridos de la Ciudad Lineal. La Sociedad de Espectáculos, explotadora de la plaza de toros, junto con La Sociedad de Cultura de la Ciudad Lineal, así como cafés y restaurantes de particulares, eligieron el lugar para abrir sus sedes y negocios.


Es en la revista de La Ciudad Lineal donde encontramos la primera noticia sobre la Institución Franco Española. El colegio estaba dirigido por Madame Raquel Antoniette Bourdié. Con toda probabilidad la finca debió de ser comprada por el marido de Madame Raquel, Eduardo García Zurbano - Oficial de Administración de primera clase del Ministerio de Cultura-, a un particular o la propia CMU (la constructora de la Ciudad Lineal), que en aquellos tiempos estaba saliendo de la suspensión de pagos poniendo muchas de sus fincas y construcciones a la venta. Siguiendo la moda de otras villas le pusieron el nombre de la Madame, Villa Antoniette, aunque se notaba la influencia francesa siendo de las pocas que en la relación de propietarios figuraba como Chalet antecediendo al nombre, es decir, "Chalet Antoniette".

A la derecha de la Placita de Toros, pasando la calle de López de Aranda, el colegio era la segunda finca. 

Los inicios del colegio no debieron de ser fáciles, así entre 1928 y 1932 encontramos diversos anuncios en los que se pone en alquiler el chalet o habitaciones sueltas, además de los anuncios del colegio, siendo algunos de ellos en francés.

Pero pasemos a un relato en primera persona de lo que fue el colegio:

En esta toma aérea el colegio la izquierda de la plaza de toros, pasado López Aranda, la casa de la esquina era la Estafeta de Correos y el colegio la siguiente.

"El colegio era conocido en el barrio como "el colegio de la Madame".  En mi época, del 49 al 53, era mixto, y los profesores, además de la Madame, eran sus cuatro hijos, mademoiselle Charito, mademoiselle Julieta, monsieur Eduardo y monsieur Carlos. Había también un profesor de latín, Don Juan,  y un sacerdote que nos preparó para la primera Comunión. Y no recuerdo si había más.


El libro que usábamos de francés y del que la autora era la directora del colegio, Madame Bourdié.

La maestra, mademoiselle Charito, era una persona buenísima y de la que tengo un grato recuerdo. Y también recalcar que sí bien el colegio era mixto, los recreos se hacían en patios separados. Las niñas en el jardín delantero que daba a la Ciudad Lineal (Arturo Soria) y los niños en la parte  posterior del edificio,  y como salíamos al mismo tiempo, rigurosamente prohibido cruzar la línea divisoria bajo pena de castigo (orejas de burro, o brazos en cruz). Había una pérgola en el jardín, entrando a la derecha. 

Foto de un grupo de alumnas, tomada en el barrio del Retiro, cerca de la iglesia de San Manuel y San Benito. Año 1952.

También recuerdo el nombre de casi todas las alumnas que salen en la foto, aunque supongo que no viene al caso nombrarlas ahora.  Me acuerdo especialmente de dos de las mas mayores, Amalia y Eulalia (las que lucen medalla de aplicación). Mi mejor amiga era Marisa Paz. 

Se trataba de un colegio pequeño,  la enseñanza era en castellano pero antes de iniciar la primera clase del día la salutación a la maestra, en francés,  cuando ella aparecía en clase, todas de pie,  “Bonjour madame” con la cantinela correspondiente y nos santiguábamos,  rezábamos  el Padrenuestro y el Avemaría en francés. También en francés se dirigían a los alumnos para cualquier orden, aviso o instrucción. Por la tarde, al finalizar las clases, teníamos la clase de francés propiamente dicha, para quien quisiera apuntarse, como ahora dirían: actividad extraescolar.

Tranvía de la línea 75 cogiendo la curva hacia la calle de José del Hierro. La primera casa de la izquierda era la  estafeta de Correos, y la otra el colegio.

El método que se seguía supongo que era el de la época, aprender a base de memorizar, cantando las tablas de multiplicar, los ríos de España, etc. etc., pero lo cierto es que se salía muy bien preparado, y así lo valoraron en el colegio al que asistí posteriormente. 

El día de las primeras comuniones siempre era el 13 de Junio, día del Santo de la directora. Se celebraban en San Manuel y San Benito, íbamos en autocar desde el colegio, uno para los niños y otro para los padres. A la salida de la Iglesia nos llevaban a lo que sería una cafetería o granja de los alrededores, a desayunar:  suizos,  ensaimadas y fresas con nata. Los niños que hacían la comunión ese día invitaban a los demás de la clase. El procedimiento era éste, lo que no sé como funcionaria la logística, supongo que todo a través del colegio.

El colegio era el chalet con las persianas en verde y tejado a dos aguas.

Una última anotación: no hace mucho me comentaron que Flori, el hijo de Imperio Argentina, también había ido a ese colegio y que le acompañaba al mismo una hija de Felipe Trigo (el escritor que se suicidó en su casa de la Ciudad Lineal), la que luego fue pediatra. Por lo visto lo iba a recoger a su casa y lo llevaba al colegio y viceversa."

Hacía el año 1979

El colegio perduró como institución docente hasta 1985, estando al frente del mismo las hermanas Julieta y Rosario, e impartiendo educación preescolar bajo el nombre de Jardín de Infancia Nuestra Señora del Rosario. Un apunte significativo, en aquel entonces Julieta tenía 68 años (su hermana había fallecido unos años antes); lo que nos viene a decir que pasaron toda su vida dedicadas a la enseñanza.


Si nos fijamos en esta última foto podemos ver el soporte del cartel sobre las dos columnas de la entrada.

El chalet fue derribado en 1996, construyéndose en su lugar una pequeña urbanización de viviendas en altura.
-.-.-

Autor: Ricardo Márquez

En este blog también colabora: José Manuel Seseña

Agradecimientos: A David Miguel Sánchez Fernández, por la cesión de las fotos de su libro de Ana Muller y la foto de 1979.

domingo, 12 de junio de 2011

El Mojicón o el día más feliz de mi vida.

Como cualquier niño de su tiempo, los internos en los hogares de Auxilio Social, también hacíamos la primera comunión. No se celebraba en los respectivos hogares de los internos, ni en la iglesia mas cercana al hogar, sino que la efemérides tenia lugar en el hogar Isabel Clara Eugenia de Hortaleza. La elección de este centro, quizá fuera por su gran iglesia o por sus esplendidos jardines. En ese día tan señalado, llegaban a concentrarse entre 500 ó 600 niños y niñas para hacer la comunión.

Hogar Isabel Clara Eugenia (Hortaleza-Madrid). Comuniones de 1943. Fuente: Diario ABC

Hogar Isabel Clara Eugenia (Hortaleza-Madrid). Comuniones de 1943. Fuente: Diario ABC

En los primeros años después de la guerra civil, cualquier acontecimiento político concerniente a Auxilio Social (inauguración de un nuevo hogar, visita de autoridades extranjeras, etc.), solía ser presidido por el Generalísimo Franco, y si era un acontecimiento social (comuniones, fiesta de la Patrona de Auxilio Social, etc.), quien presidía era doña Carmen Polo de Franco.


Hogar Isabel Clara Eugenia (Hortaleza-Madrid). Comuniones de 1942. Fuente: Diario ABC

Centrándome en mi caso concreto, voy a situarme en el mes de Mayo 1945, Hogar Azul de Auxilio Social en la Ciudad Lineal, yo con siete años de edad, fui uno de los privilegiados designado para hacer la primera comunión. Por tanto, desde hacia no sé cuanto tiempo, iba arrancando mentalmente la hoja del calendario, y veía acercarse la fecha del día tan deseado, tan importante en la vida de todos los niños: el de su primera comunión. Que suerte tienes, me decían unos, y yo haciéndome el importante contestaba con un: ¡Ah!, ya te tocará a ti.

Hogar Isabel Clara Eugenia (Hortaleza-Madrid). Comuniones de 1943. Fuente: Diario ABC

La preparación moral y religiosa para el acontecimiento, no fue nada especial, pues la religión y el catecismo, era prioritario en nuestra formación diaria. Recuerdo que la noche anterior, no pegué ojo. Al amanecer nos vistieron con las mejores galas y nos trasladaron en autobuses al hogar de Hortaleza. Hasta que empezó la ceremonia religiosa y mientras iban llegando los demás niños de distintos hogares, no dejaba de mirar abrumado a mi alrededor. Jamás había visto tanta gente, niños, profesores, guardadoras, instructores, policías, guardaespaldas, curas, monjas, etc., aunque yo tan pequeño, no era capaz de ver mas allá de mis narices. Es por tanto comprensible que después de mas de 66 años, no recuerde parte de los actos litúrgicos.

Hogar Isabel Clara Eugenia (Hortaleza-Madrid). Comuniones de 1942. Fuente: Diario ABC

Pero lo que sí recuerdo con plena lucidez, es lo que para mí fue el momento álgido en el que durante tanto tiempo había soñado. Nos colocaron en fila flanqueados por gente a derecha e izquierda. Según avanzábamos empecé a notar que me subían las palpitaciones. Al fin, se acercaba el momento tan deseado. Y cuando dos amables señoritas, me señalaban el sitio asignado para sentarme, no se lo que ocurrió, pero trémulo de emoción ante tanto y exquisito manjar que jamás hubieran contemplado mis ojos, y emulando la rapidez del camaleón para atrapar sus presas con la lengua, cogí con mi mano izquierda un mojicón, y con gran avidez le di tal bocado, que cuando terminé de acoplarme en la silla, me di cuenta que estaba parcialmente bloqueado. Por un lado con los ojos abiertos como platos, contemplaba sin poder hacer nada el opíparo desayuno que tenia en la mesa, pero por otro con los dos carrillos inflados del gran bocado que acababa de dar, veía que me asfixiaba sin poder respirar. Eran momentos de angustia, respiraba con dificultad por la nariz, empecé a sudar, resoplaba como un búfalo. Y es que me negaba abrir la boca, no fuese que cayeran algunas migajas del bizcocho al suelo, cosa que no estaba dispuesto a consentir. Las glándulas salivares, no elaboraban saliva, por tanto era incapaz de formar el bolo alimenticio para poder tragar. En realidad hubiera sido una muerte muy dulce, pero me aferraba a la vida y principalmente al desayuno que seguía insinuándoseme encima de la mesa diciéndome: cómeme, cómeme.

Niño del Auxilio Social comiendo el día de su Primera Comunión. 1939. Fuente: La Vanguardia.

La comunión de los chicos del Auxilio Social de Barcelona. Curiosamente en 1939 la celebraron en Agosto. Fuente: La Vanguardia.

Además filosofando un poco, hubiera sido tremendamente injusto que me hubiera ido para el otro barrio, pues una hora antes era un ángel y ahora me estaba convirtiendo en un diablillo, ya que acababa de cometer un gran pecado mortal: el de la gula. Pero no el de la "gula del norte" ni "la gula de Arguiñano", pues eso no existía entonces, sino me refiero al quinto de los siete pecados capitales que se llaman mortales según reza el catecismo Ripalda, que es el pecado de gula, sin articulo femenino. Me queda la duda si mi alma hubiera ido al cielo, infierno o limbo.


Volviendo a la realidad; en el limbo es donde estoy ahora, pues no he explicado como terminó el atasco. La cuestión es que intentaron auxiliarme con palmaditas en la espalda y me forzaban para que abriera la boca, pero yo terco como una mula, apretaba los labios y los dientes. Hasta que haciendo grandes esfuerzos, con movimientos rítmicos, empecé a mover la lengua contra la parte de atrás del paladar de tal manera que una pequeña porción del bizcocho, se desplazó hacia la faringe dejando un espacio libre dentro de la boca, que rápidamente era rellenado con un pequeño sorbo de agua. Fui repitiendo este proceso varias veces hasta que conseguí tragar todo, quedando aliviada mi angustia, eso si, sin desperdiciar ni una pizca del bizcocho. Me tuvieron un tiempo en observación, cuando vieron mis cuidadores que ya estaba perfectamente, y yo quise volver al comedor para seguir con el desayuno.... oooooh, que mala suerte. Había llegado la hora de volver al hogar, quedándome a dos velas.

La Catequesis impartida a los niños de Auxilio Social. 1939. Fuente: La Vanguardia.

Pero como no hay mal que por bien no venga, nadie me pudo quitar la ilusión tantas noches soñada, esperando la llegada de ese día. Y me quedó el consuelo de que por el simple hecho de haber visto y haber podido tocar el delicioso desayuno (suizos, mojicones, vaso de leche, taza de chocolate), todo en la misma mesa y a mi disposición, fue motivo suficiente para recordarlo como el día mas feliz de mi vida.
-.-.-

Autor: Francisco Fernández.

En este artículo han colaborado: José Manuel Seseña y Ricardo Márquez.