El ABC del 8 de mayo de 1960 informaba que con motivo del Día Universal del Niño en esa fecha se iba a inaugurar un internado: “El internado de menores está instalado en el edificio 242 de la calle Arturo Soria, y se denomina Institución Santa Luisa de Marillac. Pertenece, al igual que otros similares, a la Junta de Protección de Menores, y acogerá a cien niños de cuatro a once años, que por diversas causas no pueden vivir en el seno de sus familias. Está regido por Hijas de la Caridad y un capellán.”
Como por ahora la búsqueda de documentación sobre este colegio apenas ha dado resultados, será mi memoria de niño allí internado la que deberá suplirla, ateniéndome sobre todo al carácter “urbanístico” de este blog.
Estuve en aquel centro entre noviembre de 1966 y diciembre de 1969, poco más de tres años. Por entonces vivía en una de las calles que desembocan en la plaza de Chueca y no conocía nada del barrio de Ciudad Lineal, conocimiento que seguiría siendo escaso, pues los niños apenas nos movíamos en ese entorno: ocasionales paseos por Arturo Soria arriba y abajo, juegos en algún descampado en las zonas traseras al colegio asombrándonos con unos pequeños insectos rojos y negros que llamábamos “zapateros”.
También formaba parte del paisaje de ese barrio tan diferente el recorrido en tranvía, que desde Plaza Castilla, y tras bajar por Caídos de la División Azul y subir la Cuesta del Sagrado Corazón, nomenclatura que resume una época, terminaba para mí justo en la primera parada que se realizaba al entrar en Arturo Soria, situada casi enfrente del colegio.
El atrezzo de la memoria se completa con altos pinos a lo largo de Arturo Soria, el barrizal que se formaba por todas partes en cuanto llovía, y en especial en la calle González Amigó donde se encontraba la entrada habitual al colegio, y en esa calle, no digo en la acera de enfrente porque no existía, las chimeneas con forma de cilindros segmentados que coronaban el entonces moderno edificio paralelo al colegio.
El resto del paisaje, el paisaje primordial, era el propio colegio.
Un conjunto con algo extraño
Ya entonces, estando allí, el colegio me daba la sensación de algo incongruente, que sólo mucho más tarde pensé que podía deberse a que se hubieran unido edificios de distinta época. La finca que ocupaba el colegio, de planta rectangular, la delimitaba por el norte la calle González Amigó y por el oeste la acera de los pares de Arturo Soria, mientras el sur y el este colindaban con otras parcelas. Dentro de la finca los edificios dibujaban una planta en forma de extraña U tumbada.
Formando la base de esa U, en la esquina formada por las calles citadas, se encontraba lo que parecía la parte más antigua de la edificación, rematada por un tejado a dos aguas muy puntiagudo, a la que se unían y prolongaban a lo largo de González Amigó dos pabellones sucesivos de dos pisos coronados por terrazas cubiertas por oxidadas techumbres, separados ambos por un portón metálico que permitía el acceso de vehículos, formando así uno de los desiguales lados de la U. El otro lado, totalmente interior a la finca, también salía de la edificación antigua y discurría en paralelo, dejando un pequeño patio entre ambas, pero sólo alcanzaba la mitad de su largura, justo hasta llegar a la altura del portón.
La entrada habitual al colegio se efectuaba a través del pabellón más alejado de Arturo Soria, destinado en exclusiva a la comunidad de monjas… con la excepción de un pequeño sótano en el que sentados sobre un gran cajón de madera nos pelaban.
El lado que daba a Arturo Soria lo formaba la pared lateral de la edificación antigua y su prolongación en una tapia en la que se abría una puerta metálica de doble batiente, coronada por un semicírculo en el que figuraba el nombre del colegio. Tras esta tapia había un pequeño y abandonado jardín. Esta puerta no se utilizaba casi nunca, y el desmayado jardín prácticamente nos estaba vedado.
La tapia, al llegar a la finca colindante, giraba noventa grados para separarla del colegio y, tras un nuevo giro, completaba su recorrido al llegar su vértice a González Amigó, cerrando así el rectángulo de la finca y separando de paso un pequeño chalet en ese lado.
La entrada al jardín por la puerta metálica debió ser antiguamente el acceso principal a la finca. Cuando penetrabas por allí encontrabas un pequeño sendero que inmediatamente giraba a la izquierda y terminaba en la fachada principal de la casona. Para acceder a ella tenías que subir una pequeña escalera que te daba acceso a una terraza, escalera y terraza circunvaladas por una balaustrada.
Esa terraza era uno de los elementos que más llamaba mi atención, un elemento casi irreal más propio de una casa de película que de cualquier otra que hubiera conocido. Lugar peculiar que asocio con juegos inspirados en las escasísimas películas que con un equipo precario y una sábana veíamos en el comedor, pues no había salón de actos; con unas señoronas que nos visitaban de tarde en tarde y que confusamente despertaban mi rencor; con interminables rezos del rosario todos parados en filas de las que se iban desgajando los castigados a ponerse de rodillas sobre el suelo de pequeños cantos incrustados en cemento…
En el centro de la fachada se abría la puerta, a cuyos lados la pared formaba dos ábsides. Entrando te encontrabas un hall en cuyo frontal había una vidriera, creo que con una escena del “Buen pastor”. A los dos lados se abrían puertas: la de la izquierda te introducía en la parte antigua y la derecha a la zona en que se unía con la parte moderna que se había adosado.
Cuando leí la noticia de que el colegio albergó cien niños me quedé sorprendido: para el espacio disponible suponía un verdadero hacinamiento, y la noticia era cierta, pues entre la poca documentación encontrada, en unas memorias de la Junta de Protección de Menores de finales de los sesenta se da esa cifra y se dice que todas las plazas están cubiertas. Eso explica la “polivalencia” que dieron a la planta baja del edificio antiguo.
Habían distribuido ese espacio en cuatro habitaciones de distinto tamaño. Las dos colindantes con Arturo Soria eran las más deseadas: la pequeñísima sala que servía de clase para los más pequeños, incrustada justo en la esquina, porque tenía un ventanal que te permitía ver la calle, rarísima excepción pues todas las ventanas que daban al exterior, al menos las del alumnado, eran de cristal opaco. La otra, más alargada, y también usada como clase, por la tarde se transformaba en sala para ver la televisión, colocada sobre un soporte y a resguardo precisamente en el hueco de uno de los ábsides.
Las dos habitaciones restantes tenían también un tamaño desigual: la que te encontrabas al entrar desde el hall era la más grande de las cuatro y se usaba como clase e “iglesia”, porque en su cabecera se encontraba un pequeño cuarto habitualmente cerrado que en domingos y “fiestas de guardar” se abría para desvelar una pequeña capilla con apenas cabida para el altar y el oficiante, mientras en consecuencia los feligreses ocupaban la clase.
Si en este recorrido volviéramos al hall y desde allí ahora optáramos por dirigirnos a la derecha, entraríamos en una zona intermedia, en la que se unían la casa vieja con las edificaciones nuevas. Primero quedará a nuestra derecha el otro ábside de la fachada, usado para poner allí un gran belén cada navidad, y si continuamos en línea recta accederemos a la parte moderna, en concreto al comedor, y a continuación de él, el llamado “ofis” y la cocina.
Si en vez de haber seguido de frente hubiéramos girado a la izquierda nos habríamos encontrado primero con una escalera para subir al piso superior y luego, al fondo, con un dormitorio. Había dos dormitorios, uno en el piso bajo y el otro encima en el alto, las típicas salas alargadas de tantas instituciones (colegios, cuarteles, hospitales…), con camas con el cabecero pegado a la pared y separadas entre si por pequeñas mesillas. En la entrada un pequeño habitáculo con un ventanuco con cortina permitía que la monja a la que le tocara vigilarnos pudiera controlarnos y tumbarse.
Ambos daban a González Amigó y ocupaban un pabellón nuevo. Sin embargo, la zona de duchas y aseos que les correspondían y les antecedían, se encontraban dentro del espacio del edificio viejo.
Por último, una parte esencial de aquel mundo eran los patios donde jugábamos. Se podrían distinguir tres espacios rectangulares que se escalonaban en tres planos descendentes, con su punto más alto en la calle Arturo Soria. El primero, el jardín, no sería propiamente un patio, y ya he dicho que apenas teníamos acceso. Le seguían en suave pendiente otro patio totalmente desnudo, delimitado por el pabellón del comedor y la tapia, y a éste, el último y más grande, el coincidente con el pabellón de las monjas y las tapias que nos separaban de las otras dos fincas. También despojado de cualquier brizna de vegetación, en la base del pabellón tenía una grada corrida de dos escalones.
Estos dos últimos patios se separaban por una pequeña cuesta, un salto en el que se encontraba el único elemento reseñable: una solitaria higuera rodeada por un redondel de cemento que la protegía y servía para sentarse, un superviviente que testimoniaba que allí se habían vivido otras vidas muy diferentes a las nuestras, como diferentes serán las que ahora se están viviendo después de que hace ya tiempo desapareciera este colegio…
Algunas preguntas
Con la Ley General de Educación de 1970 el franquismo abordó una reforma que quería dar respuesta a las necesidades de una sociedad moderna. Sin entrar en este tema, lo cierto es que se tradujo en una serie de problemas para la Junta de Protección de Menores y para este colegio en concreto, que se pueden intuir en los pocos documentos conservados en el Archivo Regional de la Comunidad de Madrid.
El colegio Santa Luisa de Marillac era de las llamadas “instituciones propias”: la Junta de Protección contaba con un cierto número de colegios y centros, numéricamente muy inferior a la miríada de “instituciones colaboradoras”, otros colegios y organismos, a los que mandaba o en los que atendía a muchos niños y niñas que estaban bajo su tutela.
De las monjas recuerdo, de izquierda a derecha 1ª Sor Alegría, 4ª Sor Maria y 5ª la directora Sor Ángeles, de las 3 restantes creo que se llamaban, Sor Julia o Sor Raquel.
En el Santa Luisa de Marillac nos daban clase las monjas, y en esa época es muy dudoso que la mayoría tuviese titulación de profesoras, si es que alguna la tenía. Además, las exigencias de alumnado por clase, separación por edades, tamaño del aula, etcétera… que implicaba la nueva Ley, eran incumplibles por aquel centro en el que había primado el criterio de recoger y “amparar” al máximo posible de niños.
Por algún documento indirecto se puede pensar que, a mediados de los setenta, el colegio redujo el número de alumnos a unos ochenta y de ser un internado masculino pasó a femenino. ¿Ocurrió eso?
Foto de José Luis Aguilella Cebrián. Comentario: Al fondo puede adivinarse la balaustrada que hablaba Juanjo y que esta circunvalaba toda la "terraza de las piedras" que casi todos sufrimos en nuestras rodillas.
A todo ello habría que añadir que las edificaciones eran de muy baja calidad, cuando yo estaba allí no había transcurrido ni siquiera una década y el revoco exterior del colegio estaba lleno de desconchones, todos los elementos metálicos de protección y techado de las terrazas estaban totalmente corroídos por la herrumbre, todo respiraba ya un aire de viejo… lo que no ayudaría a su longevidad.
En esta foto de Alfredo podemos ver las vidrieras.
En el Real Decreto de febrero de 1984 que regula el traspaso de las funciones y servicios en materia de protección de menores del Estado a la Comunidad de Madrid, aparece citado el colegio entre lo traspasado, pero unos dos años antes pude comprobar que el colegio estaba cerrado y abandonado, ¿cuándo se cerró?, ¿cuándo fue demolido?
Imagen cedida por José Luis Aguilella Cebrián. Comentario: Para los mas nostálgicos y en especial a "TATOSIAN" los cromos que coleccionábamos por aquella época, seguro que alguno revivirá por unos segundos un viaje al pasado, y lo pagara el lagrimal.
Foto de Juan Vicente Serrano. Marzo 1962.
Foto de Juan Vicente Serrano. 1 julio 1963
Foto de Juan Vicente Serrano. Campamento de Oriuela. Agosto 1967
Se trata de las medallas que daban a final de curso a los primeros de cada clase,y es de la SAFA ,estas 2 se las dieron al compañero Francisco Gómez Aguilar. Foto: Juan Vicente Serrano.
La cartilla de escolaridad que nos hacían, año 1955. Foto y descripción: Francisco Velayos Carmona.
El recordatorio de la primera comunión del año 1957. Foto y descripción: Francisco Velayos Carmona.
En la tómbola, estoy con un primo mío que no estuvo en el colegio, se hacia en el colegio de las chicas, a las que se puede observar al fondo con los uniformes que llevaban. Foto y descripción: Francisco Velayos Carmona.
Foto del Hospital General de Atocha. Estoy con mi hermano Felisin y con mi madre en los jardines que había en la entrada. Foto y descripción: Francisco Velayos Carmona.
Foto dentro del hospital, las monjas del hospital eran las mismas de la Caridad que teníamos en S.L.M. y en la Safa. Foto y descripción: Francisco Velayos Carmona.
Patio de talleres que es donde se hacían las visitas los primeros domingos de mes en la Safa. Foto y descripción: Francisco Velayos Carmona.
Autor: Juan José Barrero Menéndez
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Esta entrañable narración de Juan José es el preámbulo de una investigación que presentaremos en unos días. Confiamos en darle algunas respuestas a Juanjo, al menos que sepa quien vivió allí.
En este blog colaboran: Angel Caldito, José Manuel Seseña y Ricardo Márquez.