Mencionar la plaza de Oriente, para algunos les vendrá a la memoria el lugar de celebración de las manifestaciones de adhesión que se celebraban durante el Régimen anterior, pero la mayoría lo identificará con uno de los enclaves madrileños mas hermosos por los edificios y jardines de su entorno: Palacio Real con la Plaza de la Armería, Teatro Real, Convento de la Encarnación, Catedral de la Almudena, Jardines de Sabaniti y los aledaños de Cabo Noval y Lepanto.
La plaza de Oriente tiene forma cuadrada, excepto en la parte que da a poniente, lado Teatro Real, que es una curva cóncava. En el centro está la estatua ecuestre de Felipe IV que tiene la particularidad de estar sujeta solamente por las patas traseras del caballo pues las delanteras están levantadas, y se considera que es la primera que se hizo en el mundo con estas características.
Hoy todo el conjunto está profundamente transformado con respecto a la época a la que nos vamos a remontar, la década de los cincuenta del siglo pasado, pues se ha suprimido la circulación de superficie haciendo peatonal la plaza de Oriente y se ha soterrado el tráfico de la calle Bailén mediante un largo paso inferior en el que se incluye un aparcamiento para los numerosos autocares de turistas que tienen aquí un punto de descanso al ser un lugar de visita obligada para quienes quieren ver Madrid, infraestructura cuya construcción resultó polémica por hacerse en un punto sensible de la historia madrileña y por la diferente apreciación entre arqueólogos para determinar la importancia de los hallazgos encontrados y decidir para continuar y finalizar la obra.
Tras este preámbulo entramos en el objeto de este tema.
En los años cincuenta, los domingos por la tarde iba con mi familia a tomar el sol y en la plaza de Oriente, en lado de los jardines frente al Teatro Real, es decir, entre las calles de Felipe V y Carlos III, tenía su punto de comienzo y final el curioso paseo de un pequeño carromato que hacía las delicias de la chiquillería, arrastrado por un simpático borriquillo que era llevado del ronzal por una señora, aunque la memoria del animal lo hacía innecesario muchas veces, pues bastaba con que la siguiera.
El precio del viaje era un módico que no recuerdo, y para que todo fuera completo un barquillero estaba allí mismo por sí los padres o los abuelos compraban a sus hijos o nietos algunos barquillos (1).
El carromato, tenía unas filas de asientos y unas campanillas para que los niños las fueran tocando. Todos queríamos ponernos en la parte delantera, detrás del borriquillo, con lo cual había que espabilar o esperar al siguiente viaje para escoger mejor sitio.
Había dos recorridos, ambos de similar longitud. Uno recorriendo la plaza en el sentido de las manillas del reloj, y otro saliendo igual, pero al llegar a la esquina con Bailén daba la vuelta, posiblemente por no dejarles salir el guardia urbano al ser la calle de mas tránsito.
Vamos a hacer una evocación del recorrido circular. La espera para salir, que se nos hacía eterna a los chavales, estaba, como se ha dicho anteriormente, frente al Teatro Real, un enorme inmueble que imponía por su majestuosidad y forma en planta de ataúd, pero sobre todo por estar cerrado a cal y canto como se puede apreciar en una de las fotos que ilustra el trabajo, pues debido a problemas de cimentación que venía arrastrando desde antaño, fue clausurada su actividad operística y musical, quedando como un edificio abandonado sin decidir qué hacer con él. Al tratar el tema “El ramal Ópera-Príncipe Pío” se han comentado brevemente sus vicisitudes (2).
Iniciamos este pequeño paseo infantil. Enseguida encontramos a nuestra izquierda la calle de Lepanto, una calle en rampa que termina en la Plaza de Ramales por la que empezó a pasar en esos años el trolebús 3 en el sentido Palacio entrando por Vergara y saliendo por Requena. Esta calle no tendría nada de particular, sino fuera por el empedrado de adoquines por donde transitaban los coches de vez en cuando, época poco motorizada todavía, colocados artísticamente en formas geométricas curvas.
Lamentablemente esta peculiaridad, posiblemente única en Madrid, se perdió hace mucho tiempo.
Seguidamente tenemos a nuestra derecha, en el centro de la plaza, la estatua ecuestre de Felipe IV, ya comentada, y a nuestra izquierda las estatuas de diversos reyes españoles que daban un cierto aspecto grave por su tamaño, y detrás de ellas los jardines de Lepanto.
Antes de llegar a Bailén junto a ambas aceras se veía algún que otro autocar de excursiones, pues no había problemas de aparcamiento ¡Qué tiempos!.
En el cruce con Bailén, unas veces volvíamos por el mismo camino, pero otras seguíamos por ella, aunque apreciábamos una mayor velocidad del carromato debido al ir con mas tráfico y querer recorrer rápido este tramo. Recordamos que además de los automóviles, circulaban los tranvías, línea 50 y línea C de Circunvalación.
Al doblar la esquina y transitar por Bailén tenemos a nuestra izquierda el precioso Palacio Real, dejando atrás la puerta de la Plaza de la Armería, situada frente a la calle Requena, recinto que hoy es de ámbito restringido a quienes han sacado la entrada para visitar el palacio, pero que en la época comentada era de entrada libre hasta la puesta de sol y era utilizada muchas veces por las madres que llevaban a sus hijos a jugar y tomar el sol, ellas sentadas solas o en corrillo en una silla de tijera que llevaban bajo el brazo haciendo labores domésticas de costura mientras los niños jugaban y merendaban, algunos, los mas melindres, de forma distraída sin darse cuenta. A esta Plaza de la Armería, entonces sin pavimentar, acudían de los barrios del entorno San Francisco, Las Vistillas, etc.
Al pasar por delante de la puerta del Palacio Real llamaba la atención la vestimenta de la Guardia Civil, que en vez de ser de color verde era de color caqui por estar asignada a la Guardia de Franco. No detallamos nada sobre el palacio pues hay suficiente bibliografía sobre él, solamente recordar que en el blog publicamos el artículo El salón del tranvía de Carlos III.
Salimos de la calle Bailén y vamos por el otro lateral de la plaza de Oriente. Hay también a nuestra izquierda nuevas estatuas de reyes españoles, y tras ellas los jardines del Cabo Noval, protagonista de un acto heroico en la guerra de Marruecos.
A punto de finalizar nuestro paseíto en borrico cruzamos la calle de Pavía divisando al fondo el edificio del Real Monasterio de la Encarnación, importante monumento de Madrid que merece ser visitado y en cuyo interior tiene lugar el proceso de licuefacción de la sangre de San Pantaleón los días 26 y 27 de Julio de cada año.
Llegamos al término de nuestro viaje, para los que íbamos nos pareció corto pero cuando estábamos esperando a que viniera, la tardanza nos parecía larga. ¡Así es la vida!
Al bajar del carromato nos encontramos de nuevo con el barquillero pues algunos nenes tendrán la suerte de repetir barquillos, a otros se los comprarán al concluir el viaje y habrá los que se queden sin ellos pues los padres ya han hecho un esfuerzo para su modesta economía con montarles de vez en cuando.
Autor José Manuel Seseña
En el blog Historias Matritenses participa Ricardo Márquez
Notas:
(1) Creo que el barquillero y la señora eran matrimonio, pues al atardecer iban juntos cuando se retiraba el carromato para guardarlo en algún pequeño establo próximo. Recordemos que en aquella época se permitían tener los establos de vacas lecheras dentro de la ciudad.
(2) En la época a la que nos estamos refiriendo, década de los cincuenta, había dos obras que los madrileños decían que “no sabían si sus nietos las verían funcionar”, una el Teatro Real y otra la Catedral de la Almudena.
Hola José Manuel.
ResponderEliminarMuy guapo el artículo, sobre todo si lo vemos vajo la pespectiva de un niño, yo no he tenido (o no me acuerdo) la suerte de montar en ese carro, sabes que en esa época no se desplazaba uno como ahora, y desde mi barrio el ir a la Plaza de Oriente era casi un viaje, los acontecimientos a los que te solían llevar los padres eran, el desfile militar y a la cabalgata de los Reyes Magos, lo demas era superfluo.
Sabes, me ha llamado la atención esa especie de "sirena" en la parte superior central del carro, sabes que significaba, otra cosa es el cartel del lateral del carro, parece que pone, "recreo infantil" tu que crees.
Sabes por que había siempre autobuses aparcados en la c/ Requena, porque había una tienda de suvenir, ahora no recuerdo el nombre, pero fué muy famosa, yo llevé a turistas a comprar, recuerdo que daban comisión.
En fín José Manuel, que gracias por recordarnos estos episodios de nuestra niñez.
Un saludo.
Pedro.
Muchas gracias Pedro por tu entrada.
ResponderEliminarEn este artículo he rememorado mi niñez pues he tenido la suerte de montar varias veces en el carromato, pues vivía en La Fuentecilla y muchas veces después de salir del colegio mi madre me llevaba a la Plaza de la Armería, que, distraídamente merendaba mientras jugaba ya que era muy malo comiendo. En cambio yo era de los niños "sin barquillo" pues la cosa no estaba para dispendios y rara vez tenía ese "extraordinario".
Lo que comentas de la calle Requena, es, muy posiblemente, posterior a la fecha de este artículo del carromato. Respecto a lo que va encima en la parte delantera, es probable que fuera una especie de linterna, pero no lo recuerdo.
Un cordial saludo.
José Manuel
Como mi comentario era demasiado largo, el cerebro electrónico que tiene el mando en internet me lo ha masacrado apenas terminado, no quedándome más remedio que volver a las andadas, escribiéndolo por segunda vez, pero ahora en dos jornadas.
ResponderEliminarLa primera vez que tuve contacto con la Plaza de Oriente fue en diciembre de 1946, al tomar parte en una de aquellas manifestaciones multitudinarias que organizaba Franco para protestar contra el éxodo voluntario de los embajadores extranjeros que estaban en desacuerdo con su régimen, que eran casi todos. A los niños del Hogar Alto de los Leones nos llevaron allí como siempre, uniformados y además con capote, pues hacía un frio que pelaba. Nos colocaron casi junto al Teatro, ya que la plaza estaba abarrotada, por lo que no pude ver nada. Por eso he escrito al pie de una foto que recuerda aquel evento: "El único recuerdo que guardo de aquel día es que hacía mucho frío a pesar de que lucía el sol, y el de un guardia poniendo una multa a una anciana por vender pipas sin permiso de la autoridad".
A partir de 1947 estuve yendo diariamente a esa bonita plaza, donde los alumnos que íbamos al Instituto C. Cisneros hacíamos tiempo antes de entrar al comedor de la Calle Carlos III. Así que pasábamos el rato jugando al pie de esa estatua ecuestre de Carlos III, seguramente la más lograda en toda España, por lo que tiene de soltura y ligereza, a pesar de la enorme masa que se alza con fuerza y gracia sobre los cuartos traseros.
Allí jugábamos a "tula" (tú la llevas) y juegos análogos, subiéndonos a los estupendos bancos de piedra al pie del monumento. Con lo que nunca llegamos a jugar fue con ese agua que se ve en una de las fotos, porque allí no corría nunca, a pesar de los esfuerzos de Paco el Rana (el de los pantanos), por lo que sufrimos unas sequías que recordaban a los castigos bíblicos. Sin embargo, para los barrenderos sí que alcanzaba, por lo que todos los días regaban el asfalto, siendo lo que más me gustaba el ver pasar algún auto por debajo del chorro de la manguera. Los barrenderos eran casi todos chicos jóvenes, vestidos con un uniforme de pana, gorra echada hacia atrás y botas katiuskas, lo que les daba un aspecto simpático. De todos modos, no sé si pasaba un coche cada hora o cada día, lo que nos permitía jugar tranquilamente al futbol --a la pelota--, en medio de la calzada, donde antes habíamos improvisado las porterías con las chaquetas amontonadas, formando los "palos". Si por casualidad divisábamos a un "guri", salíamos corriendo. (Fin de la primera jornada).
(Jornada segunda)
ResponderEliminarDespués de comer, íbamos andando hasta los Jardines Sabatini, a los que nosotros denominábamos "los Jardines de Palacio",incapaces como éramos, por lo visto, de aprender los nombres, ni tampoco nos interesaban demasiado. En esos jardines jugábamos emocionantes partidos de tenis con una pelota de papel.
Cuando al mediodía veníamos del Instituto, pasábamos por la plaza de Santo Domingo, donde en una pollería, los pollitos se asaban de calor en el escaparate, y un macaco, obsceno y masturbador, daba el espectáculo ante la turba estudiantil, con el consiguiente cachondeo. De allí bajábamos la cuesta, desembocando finalmente en la Plaza de Oriente, entre una hilera de reyes de piedra, mudos y desconocidos, cuyos nombres no aprenderíamos nunca (al contrario que las golondrinas del poeta A. Bécquer).
Los chavales modernos, es que se lo saben todo, al contrario que mi generación, a la que de manera instintiva les atraía más la ignorancia en general. Por eso no es de extrañar que Madrid nos entrara más por los poros que no por la letra.
Y así, cuando con paso cansino volvíamos al Instituto, inconscientemente contemplábamos con deleite esos miradores de cristal, a la izquierda del Teatro, que eran emblema de la mejor clase media española, sobrios y elegantes, y sin el delirio estridente ni la fatuidad de las clases más pudientes.
El cerril de Franco prefirió erigir la monstruosidad de la Cruz del Valle de los Caidos, en lugar de habilitar como Dios manda el Teatro Real, que a mí, más me hubiera gustado que se hubiera llamado Teatro de la República.
Uno de los jardines laterales estaba reservado para las mamás con sus niños pequeños, y un día que me metí en ese edén, extraviado, o quizá atraido por una de esas hembras en flor, no hice más que entrar cuando se plantó delante de mí el guarda, sin espada de fuego en la mano, pero con cara de haber dejado hacía poco el arado en el pueblo, obligándome a abandonar ese florido paraiso. Schade!
Todavía no hacía su ronda el carrito con su burro, y las niñas montadas en el pollino tampoco lucían esos abrigos de pieles. Pero aun sin burrito ni barquillero ni carrito de los helados, la Plaza de Oriente la guardo en el recuerdo como lo que fue siempre: Un lugar majestuoso, reposado y elegante, al alcance de todo el mundo, de Madrid y de los de fuera.
Saludos.
Hola Ernesto Fernández:
ResponderEliminarMuchas gracias por hacernos partícipes de recuerdos de tu niñez.
Me ha venido a la memoria las miradas curiosas que echábamos los niños a la novedad de los asadores de pollos.
Si la memoria no me falla, la pajarería que citas estaba en la Cuesta de Santo Domingo, muy próxima a la calle de Fomento.
Un cordial saludo.
José Manuel
Hermoso artículo sobre una de las plazas más emblemáticas de Madrid. Sí, señor. «Guapo» -como dice nuestro amigo Pedro-, y muy bien rematado por la ilustre y elegante narración de Ernesto Fernández.
ResponderEliminarUna plaza que inspiró al viejo poeta Hartzenbusch aquellos versos: «Niños que de siete a once, / tarde y noche, alegremente / jugáis en torno a la fuente / del gran caballo de bronce / que hay en la Plaza de Oriente...» y que a mí me sirvió para declararme «oficialmente» a la primera chica de mi vida. Fue en el jardín del Cabo Noval, el jardín «de los niños tristones, altivos e incongruentes», según Ramón Gómez de la Serna, donde a la edad de 15 años recibí el sí de mi primera novia.
Como colofón a mi entrada, quisiera insertar estas bellas líneas de un escritor llamado Simón Otaola, Otaola a secas, un desconocido escritor vasco-madrileño fallecido en el exilio mexicano, que en su libro de memorias titulado «Tiempo de recordar», escribía lo siguiente:
«Para algunos cronistas este barrio de Palacio era triste, muy sombrío y melancólico. A mí me pareció, me sigue pareciendo, un barrio alegre y luminoso. La Plaza de Oriente era muy bella entonces. Para los entendidos tenía un gran defecto: su amplitud. Le faltaba más intimidad, estar cerrada como un salón, es decir, como la Plaza Mayor. La Plaza de Oriente estaba poco ceñida al frente de Palacio. Con la reforma moderna se cambió la glorieta central por un parterre bajo para intentar ceñirse más al escantillón de Palacio. Es posible que ahora haya ganado en propiedad desde el punto de vista arquitectónico, pero -¡ay!- se perdió para siempre la romántica girola que amaba tanto el corazón del niño sin saberlo, aquel jardín, madre mía, guardando entre verjas la dulce tentación de sus frutales, la historia alborotada de la niñez».
(Otaola, Tiempo de recordar, Editorial Grijalbo, S.A. México, D.F., 1978)
Saludos cordiales.
Muchas gracias Juan Antonio Díaz por tan excelente comentario en el que incluyes la opinión de algunas plumss insignes.
ResponderEliminarAbundando en ello, lo que a mi me impresionó de niño fue el enorme edificio del Teatro Real, sin uso y tapiado dando lugar a que me hiciera cuarenta mil composiones de lugar. En fin, afortunadamente hoy es lo que no que tuvo nunca que dejar de ser, aunque haya costado mucho dinero ponerlo apto para su actividad, menos mal que en ese momento no había crisis...
Un afectuoso saludo.
José Manuel
Gracias José Manuel por despertar tantos recuerdos,el sitio más caro en el viaje era el burro, para mi era una tonteria subir en el carro después de subir en las vagonetas de LASICAL,pero los niños lo pasaban muy bien.
ResponderEliminarUn salido de G.M.P.
Perdón un saludo y gracias de nuevo.G.M.P.
ResponderEliminarMuchísimas gracias Gloria por tu comentario.
ResponderEliminarMe hace mucha ilusión que comenten lectores que hayan sido viajeros del carromato.
Un afectuoso saludo.
José Manuel
Naci en el 51 y recuerdo haber montado muchas veces incluso en el burrito.
ResponderEliminarLa economia no debia ser muy boyante porque no recuerdo lo del barquillero
Hola Anónimo o Anónima puesto que no te has identificado.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. El barquillero era un personaje mas que había en la Plaza de Oriente, actividad castiza que yo apenas disfruté por los mismos motivos que comentas. Afortunadamente hoy nuestros pequeños tienen muchas mas posibilidades de conseguir chucherías que nosotros a su edad.
Un saludo afectuoso.
José Manuel