Pocas cosas en mi vida han despertado tanta emoción, tanta pasión y tanta excitación como aquellos días en los cuales, influida por las lecturas de Los Cinco y Los tres Investigadores, dedicaba los ratos entre la comida y la entrada al colegio a "Explorar casas abandonadas", título exacto con el que nos referíamos a esta actividad en mi círculo.
O más bien debería decir cuadrado, pues cuatro éramos las que no podíamos escapar al influjo de estas excursiones "prohibidas" (había llegado a oídas de las Monjas de mi colegio estas actividades y se lo habían contado a nuestros padres, por suerte yo contaba con la connivencia de mi madre). Solo aquel que ha saltado un muro desconocido, que ha corrido por un jardín solitario, que ha pasado por el hueco mínimo entre una verja y una pared desconchada y se ha enfrentado a una oscuridad y un silencio de otra época, puede entender la fascinación de entrar en un lugar dónde el tiempo parecía haberse parado bruscamente, justo en el momento en que sus últimos moradores, por las razones que fueran, habían decidido abandonar aquellos aposentos, dejando en ellos sin remedio su espíritu. Y la especulación todavía apenas intuida había respetado aquellos espacios, y el tiempo, cual invisible y amable cancerbero, había destruido cerrojos a nuestro favor, deteriorado vallas y roto muros sabiamente, de modo que un pie podía encaramarse detrás del otro hasta llegar triunfante al otro lado.
Siempre entrábamos en fila, la primera yo (es curioso que con los años he perdido aquella arrogante iniciativa), con una sensación de miedo excitante y felicidad al mismo tiempo difícil de explicar. Yo era intrínsecamente feliz allí dentro, curioseando baúles con vestidos, cartas, documentos...subiendo y bajando escaleras tenebrosas, corriendo por jardines salvajes de maleza y cardos, sintiéndome dueña de un espacio que no existía realmente sino en la memoria de aquellos que lo abandonaron y en el alma de los que lo visitábamos. Para el resto del mundo aquello no era más que un montón de ladrillos, maleza y suciedad esperando su derribo.
Una llamaba la atención sobre todas, una especie de chalet blanco, anguloso, con un gran jardín, situada en Arturo Soria en la acera de los pares, haciendo esquina pero ya no recuerdo a qué calle, seguramente muy cerca de la salida a la Carretera de Barcelona, en la calle Josefa Valcarcel. Me recordaba esos chalets
que a veces salen en las películas españolas de los 60 o 70, cuando el protagonista es alguien pudiente, y posee una gran casa de amplias estancias, dónde generalmente se reunía (en las películas, me refiero) un montón de gente en una situación absurda.
Recuerdo poco del interior de la casa, con un moderno parquet y unas persianas de madera siempre echadas que dejaban dibujar haces de luz sobre el suelo y las paredes, una gran escalera sin barandilla que conducía a un piso superior, y allí, inexplicablemente una de las habitaciones completamente calcinada, toda negra; el pasillo o distribuidor que daba a ella intacto.
Nosotras fantaseábamos con una gran desgracia. Se había perdido a alguien muy querido en esa habitación, en un diabólico incendio que no había necesitado expandirse más para cumplir su cometido, y los dueños, incapaces de soportarlo, habían abandonado todo. Ese incendio, aunque reducido, había hecho insoportable su vida allí. Habían salido sin mirar atrás nada más producirse los hechos, dejando aquella habitación testigo de un horror desconocido para nosotras pero capaz de ahuyentar a quienes dramáticamente lo vivieron. Siempre subíamos a ver la habitación un momento, no podíamos resistirnos a ello, pero luego bajábamos huyendo, apenadas por aquello que no conocíamos, y aliviadas por alejarnos. Pero en la siguiente visita regresábamos. Imaginábamos que algún día podríamos encontrarla diferente, remozada ya por algún equipo de obreros, limpia, blanca y luminosa. Pero eso nunca ocurrió.
Llegan los 80, la especulación inmobiliaria y poco a poco empiezan a llegar las compraventas, las excavadoras, las inmobiliarias que se frotan las manos, herederos desprendiéndose de herencias, vendedores despistados que venden tesoros a precio de saldo. Previamente los espacios se cierran, se pertrechan, ya no queda un solo agujero para mirar. Van desapareciendo una a una, se sustituyen por casas de cuatro alturas, se ve que aprovechan los cimientos, las dimensiones son muy parecidas, a veces al pasar por delante de alguna si se entrecierran los ojos se sigue viendo a la original, la anterior, la que nunca se marchará del todo. Los habitantes de la nueva y lujosa casa no saben que habitan un doble espacio, que de alguna manera una casa contiene a la otra, que el aire prisionero que respiran perteneció a la otra.
La habitación quemada ya no existe, por fin el negro hollín de sus paredes se desintegró y flotó en minúsculas partículas por toda la zona, llevándose ya para siempre su secreto...solo en la memoria de aquellos que lo han visto pervivirá por un tiempo.
Autora: Irene Morales Robles
En este blog también colaboran: Ángel Caldito, José Manuel Seseña y Ricardo Márquez.
Muy bueno Irene, me hubiese gustado tanto conocer a esa niña valiente que entraba la primera en las casas abandonadas ... seguro me habría apuntado a explorar contigo y algo habría aportado al imaginar la historia de las familias abandonantes ... A partir de ahora, entras la primera en los garitos!!!
ResponderEliminarQué emocionante...me hubiera encantado ir de espía tambien a esa habitación .. :D
ResponderEliminarEres magnifica escribiendo y describiendo las situaciones,si no has escrito un libro te recomiendo que lo hagas,saca todo tu potencial porque creo que no se puede perder.
ResponderEliminarUn saludo de G.M.P.
Muchas gracias G.M.P. Me enorgullece y sonroja tu comentario y mucho más viniendo de tí que sé que eres ferviente seguidora y colaboradora del Blog. Lo del libro....siempre lo he pensado y nunca tengo el ánimo suficiente. Pero haré por ello en el futuro. Muchas gracias de nuevo.
ResponderEliminarIrene
La primera parte me parece conmovedora y entrañable, una historia tan bien narrada que te introduce, sin querer, en aquellas aventuras que nos provocaban “un miedo excitante”. En mi caso era una vieja furgoneta abandonada que simulábamos conducir y cuyo rígido volante éramos incapaces de mover. La segunda parte es una investigación en toda regla sobre la casa y su incendio, pero con intriga de novela negra. ¡Chapeau!
ResponderEliminarMuchas gracias Javier. Me alegro que te haya gustado. Ya entenderás mejor que soy una gran nostálgica y la ilusión que me hace encontrar cosas del pasado.
ResponderEliminarMagnífico relato, Irene. Me ha encantado cómo lo escribes y tu complicidad con el lector para que también se adentre en esa casa y el poder de evocación que supuso para ti, dando por hecho que en él hay mucho de tus propias vivencias infantiles.
ResponderEliminarGracias a ti por dedicar un tiempo a leerlo y comentarlo¡¡¡
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